Mi cuerpo esférico acababa de formarse. De la superficie del agua a la inmensidad de la troposfera. Y una suave brisa marina me llevaba, frágil como una pluma, sin rumbo, en la intemperie.
Bailo en el aire, sobre el decorado de celofán azul. ¿Siento miedo, tristeza, quizá felicidad? Estoy dispuesta a encontrar este sentimiento, quiero saber qué hay más allá del mundo que siempre he visto, mar y cielo, cielo y mar. Estoy en lo alto de la escalera que me lleva a la felicidad. Navego por la inmensidad celeste junto a millones de hermanas, todas iguales, redondas, brillantes, transparentes, en la nube. Lo veo todo. Me siento la dueña del mundo, la única capaz de atisbar el planeta azul. Veo las montañas, vuelo con los aviones, saludo a los niños que, pasmados, observan el encanto nevado de los Alpes. Así como cientos de turistas visitando las pirámides egipcias, y los miles que admiran la Muralla China. Fascinada, veo los barcos cruzando mares y océanos como quien desliza el dedo sobre el papel.
Pero me canso, no puedo aguantar, empiezo a fundirme, a licuarme, a derretirme, resoplo y me despeino, y me lanzo. Experimento lo nunca antes visto, siento que mis piernas no se comunican con mi cuerpo. Que mi cabeza no puede pensar, que mi boca no se puede abrir para articular palabras. Siento que sólo puedo disfrutar, voy bajando, bajando. Y llego a una superficie diferente a las que había encontrado hasta el momento, más rugosa, más cálida… Es algo suave, se mueve. Son células, es piel humana.
¿Qué hace aquella linda mujer allí, bajo la lluvia? No le importa mojarse. De repente observo cómo una lágrima asoma en uno de sus párpados, resbala por su mejilla, dibujando las arrugas de su nariz y el contorno de sus labios. Finalmente se ahoga en su boca.
Aterrizo en su cabeza, bajo por su pelo enredado y me zambullo en su cara. De pronto, un seísmo, una cabeza que se mueve, que gira y deja morir la gota en el suelo, sola.
(Redacción: Emma Pérez, 5º puesto en el Concurso de Redacción de CocaCola)
